La actriz perfecta

Él no era él. Lo sabía desde muy pequeño. El pequeño Antoine se desnudaba frente al espejo y no le gustaba lo que veía. Miraba sus genitales masculinos. ¿Qué hacían allí entre sus piernas? ¿Para qué los quería? Definitivamente, no le servían de nada, no le pertenecían. Los miraba y quería extirparlos, arrancarlos, cortarlos, deshacerse de ellos. Solía esconderlos entre sus piernas, mirarse al espejo y desear que jamás volvieran a aparecer.

Ella no era él, pero a ojos del resto, ella sí era él: aquel niño diferente, peculiar, que no se comportaba como solían comportarse los demás niños. En un mundo gris, ella, llena de color en su interior, se encerraba en casa, aquel lugar que representaba su propio universo, su escondite, su escapatoria de ese mundo enfermo. Solía entrar en el ropero de su madre y ponerse camisetas que le quedaban como un vestido, pintarse los labios, posar e imaginar. Soñaba con ser actriz. Actriz de Hollywood. Se imaginaba a ella misma interpretando el papel de una espía de élite, de la más sofisticada dama, de una guerrera, de una mujer fatal. Lo llamaban Antoine, pero ella era Lola, y de verdad, de verdad, quería ser actriz.

Sara sí que era ella, y le gustaba su cuerpo. Se miraba al espejo y le gustaba lo que veía, todo estaba en orden. Ella sí era ella. El problema es que el cuerpo femenino le gustaba más allá del suyo propio. Sara creció y tuvo varios novios durante su adolescencia, pero con ninguno llegó al orgasmo. En los vestuarios, después de los partidos de volleyball, Sara se duchaba con sus amigas mientras hablaban de chicos, pero Sara no quería hablar de chicos. Sara quería besarlas y enjabonar sus cuerpos.

“Es fácil ocultarlo” – pensaba ella – “si fuera un tío, ya la tendría empalmada”.

De esa manera, sus fantasías sexuales se reducían a la intimidad de su cama, a la magia de su soledad, a la fricción de su cuerpo contra la almohada, al vuelo de su imaginación.

Ambas crecieron con un rol que no las representaba. En lugar de rebelarse, se dejaron llevar por la corriente. Fueron, lamentablemente, no lo que ellas querían ser, si no lo que los demás esperaban que fueran. Trágica historia. Se mantuvieron en forma de crisálida, sin experimentar la metamorfosis, sin brillar, sin ser ellas en el estado más bello y más puro.

Por casualidades del destino, en los años de universidad, Antoine y Sara se conocieron en un bar de la ciudad. La vida, la noche y los litros de cerveza conformaron la atmósfera perfecta. Sara vivía en un piso de estudiantes y aquella noche su habitación estaba compartida: Antoine y ella hicieron el amor hasta el amanecer. Para Antoine aquella noche pasaría a la historia: era la primera vez que conocía el sexo en primera persona. Sara, a la cual con 15 años y media botella de ron en sangre un chico ya le había roto el himen, experimentó también algo extraordinario: conoció el orgasmo.

¿Qué le ocurría? Ella siempre se había fijado en las chicas, en sus compañeras de equipo, en su profesora de Historia del Arte… ¿Es que acaso acababa de redescubrir su orientación sexual? Se sentía confundida. Se apresuró al baño, se lavó y se miró al espejo. “Probablemente pueda ser feliz con un hombre, tal vez pueda conseguirlo, tal vez pueda tener una vida normal” pensó. Sin embargo, al volver a la cama y ver el cuerpo desnudo de Antoine, llegó a la conclusión de que el calentón y la cerveza la habían confundido: veía un hombre, y no le ponía. No era alguna de sus compañeras, no era su profesora. Veía un hombre, pero sin embargo, la sintió a ella: sintió a Lola.

Si Lola hubiera nacido con el cuerpo que le correspondía, Sara se habría enamorado perdidamente de ella y habría sido el amor de su vida.

Sin embargo, a ojos de Sara, Lola era Antoine, y no era capaz de ver más allá. No obstante, hubo alguna especie de conexión. Crecieron, Antoine se graduó en Derecho y Sara en Bellas Artes. Se independizaron juntos, adoptaron un cachorro y formaron algo así como una familia. Antoine la quería, Sara más bien se dejaba querer. A ojos del resto, era la pareja perfecta. Pero las dos escondían su más oscuro secreto, su secreto inconfesable, guardado en la caja fuerte de la inseguridad, del miedo al rechazo, aquella caja que corría río abajo por la corriente alimentada no por aquello que ellas querían ser, si no por aquello que los demás esperaban que fueran.

Pasaron los años. Por instinto, por necesidad, o como modo de oxigenar la relación y evadirse, ambas llevaban a cabo acciones que la otra desconocía. En una de sus exposiciones de pintura,  Sara había conocido a una joven artista interesada en sus obras (y en sus pechos). Después de unas copas de vino de más, Sara aterrizó en su cama. Con el primer roce, sintió algo sin precedentes, algo que no había experimentado nunca.

Se sintió viva.

Las infidelidades de Sara la salvaron de la putrefacción, de la muerte. Sara iba a “exposiciones que se prolongaban durante la noche” para jugar con el clítoris de la joven artista. Cuando Sara se ausentaba, Lola abandonaba su papel de Antoine y se transformaba en ella misma, tal y como hacía de niña en el ropero de su madre cuando soñaba con ser una reputada actriz. Su piel se dejaba abrazar por la ropa de Sara. Sus medias, sus vestidos, su maquillaje…

Cualquiera diría que Antoine se estaba disfrazando de Sara, pero lo cierto era que Antoine estaba siendo Lola.

Era caótico y perfecto. Las escapadas de Sara y los secretos de Lola reforzaron su relación. Pasaron por una época de auge en la que se respiraba armonía. Durante el día, Sara esperaba ansiosa la hora de huir a casa de la artista. Mientras tanto, Antoine no veía la hora en la que Sara se marchara a alguna de sus exposiciones para poder invocar a Lola. Ambas eran realmente felices cuando llevaban a cabo sus oscuros secretos, cuando eran ellas mismas en su forma más pura.

Esos momentos de pureza les proporcionaban la dosis de realidad necesaria para poder sobrevivir a la ficción del día a día.

No obstante, dentro de Lola se fraguaba una auténtica batalla. Cuando se quitaba la ropa de Sara, aparecía Antoine desnudo frente al espejo. ¿Es que jamás podría ser Lola desnuda? ¿Es que jamás podría ducharse como Lola? ¿Masturbarse como Lola? ¿Hacer el amor a Sara como Lola? No. Todo eso estaba reservado a Antoine. Lola sólo tenía derecho a ser ella misma cuando Sara se ausentaba, durante unas horas en determinados días de la semana. Antoine le estaba arrebatando la vida, una vida que le pertenecía a ella, a Lola. Lo odiaba. Lo odiaba con todas sus fuerzas.

Una noche, tumbado al lado de Sara, Antoine olió su pelo dorado y contempló su silueta. Sintió amor y envidia a partes iguales. Se imaginó a sí mismo con senos, con vagina, con la cabeza de Sara entre sus piernas, gimiendo de placer. Con sus cuerpos bañados en sudor, como dos leonas, como reinas de la sabana enredadas entre las sábanas. Pensó entonces en sincerarse con ella, en contarle que el hombre que había conocido era sólo un disfraz, que en su interior él se llamaba Lola, que era una mujer, que la amaba. Pero Sara jugaba al mismo engaño, su imagen era también ficticia. El precio de poder ser Lola físicamente y no sólo espiritualmente podría ser perder a Sara, ya que a ojos de Lola, Sara se enamoró de Antoine, no de ella. ¿Estaba realmente dispuesta a arriesgarse? Debatiéndose entre lo correcto y lo incorrecto, se quedó dormida.

Pero Sara se marchó. A la mañana siguiente, al abrir los ojos y girarse para contemplar a Sara, descubrió que su lado de la cama estaba vacío. Comenzó a llamarla, a gritar su nombre, a buscarla, pero no obtuvo respuesta. Su ropa no estaba en el armario, su cepillo de dientes no estaba en el baño, su perfume había desaparecido. Tan sólo quedaba de ella su particular olor impregnado en la casa y una nota en la mesilla:

No me llames, no me busques. Mi felicidad no está contigo.

No es tu culpa, fue mi error tratar de encajar en una relación así.

Ahora estoy lejos, muy lejos.

Suerte en la vida, mi Antoine.

Sara.

Sonó el teléfono. La llamada provenía del despacho de abogados. Con voz ronca, seca y despectiva, su jefe le dio instrucciones en relación a un caso. La monotonía de la voz que provenía del teléfono se perdió entre los pensamientos de Lola: expedientes judiciales, corbatas, trajes, un mundo gris y Antoine como protagonista. Su respuesta fue clara y sencilla: lanzó el teléfono contra la pared. Se rompió en pedazos.

Se apresuró al baño. Miró su reflejo en el espejo. Las lágrimas brotaron de sus ojos. Allí estaba ese cobarde, el hombre que le había jodido la vida, el que le había suplantado la identidad. Tan vulnerable, tan inocente y a la vez tan culpable. Aquel disfraz que respondía al nombre de Antoine. Era cierto aquello de que el cuerpo es la cárcel del alma. Ella siempre había querido romper los barrotes y volar. Pero el miedo al rechazo, la frustración y el amor habían reforzado su mazmorra, lo habían condenado de por vida.

Mientras tanto, llovía en la ciudad. Las nubes, oscuras y despiadadas, se cernían sobre los transeúntes. Adolescentes de camino a la escuela, una madre y su hija contemplando los maniquís a través de un escaparate, una pareja de ancianos cruzando el paso de peatones y un coche patrulla con dos policías dentro esperando que el semáforo se tiñera de verde.

Parecían todos tan felices ahí abajo, tan reales y comunes, tan ligados a la rutina, con unas vidas tan sencillas y perfectas… Lola, Antoine, ambos, contemplaban a quienes pasaban por ahí desde la ventana de su apartamento. Había sido idea de Sara instalarse en ese décimo piso en el corazón de la ciudad. Antoine había aceptado rápido, pero Lola siempre lo había odiado.

Sus pies sobresalían de la repisa de la ventana, el aire se colaba entre sus dedos. Miró hacia las nubes. Cerró los ojos. Sintió la lluvia en la cara. Las gotas se clavaban en sus pómulos. Inspiró profundamente y se dejó caer en armonía con el viento.

Su cuerpo impactó contra el coche patrulla. El semáforo seguía en rojo. Se originó un gran revuelo entre los transeúntes. La caída duró escasos segundos, pero para Lola había sido algo más. Había sentido la velocidad de la caída en su estómago y su corazón acelerándose poco a poco a medida que su cuerpo descendía.

En ese preciso momento, mientras caía, también se había dado cuenta de algo: había logrado su sueño. Había sido, durante toda su vida, la actriz perfecta.

la actriz perfecta
Versión editada del cuadro «El Sueño», de Gustave Courbet

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